España cuenta con más de 800 monasterios y conventos repartidos por toda su geografía. Cada uno, según el momento de su construcción, corresponde a una época y a un estilo arquitectónico.
Todos tienen una especial trascendencia en la Historia de España dado su patronazgo real que propició el depósito de muchas y relevantes piezas artísticas, pero nosotros te vamos a enseñar los que nos parecen más especiales y con mayor encanto para conocer, tanto por su belleza como por su historia y relevancia.
El monasterio de San Juan de la Peña (en aragonés Sant Chuan d\’a Penya), situado en Santa Cruz de la Serós, al suroeste de Jaca, Huesca, Aragón (España), fue el monasterio más importante de Aragón en la alta Edad Media. En su Panteón Real fueron enterrados un buen número de reyes de Aragón y forma parte del camino aragonés del Camino de Santiago. Su enclave es extremadamente singular.
Los orígenes del monasterio se remontan a la oscura alta Edad Media (siglo X), refugio de las comunidades cristianas asediadas por los musulmanes. Cubierta por una de esas enormes rocas, el monte Pano, se construyó el edificio original. El claustro exterior es una joya única del románico aragonés.
El monasterio fue edificado en la cara norte de la Sierra de San Juan de la Peña. Dista de Jaca unos 20 kilómetros, y desde esta ciudad se accede por la carretera que hacia poniente sigue el curso del río Aragón por su margen izquierda, así como el Camino de Santiago. A unos diez kilómetros, un desvío bien señalizado nos encamina hacia Santa Cruz de la Serós y desde allí por serpenteante pista forestal asfaltada llegaremos al monasterio.
Merece la pena hacer un alto en un par de miradores que encontraremos en el ascenso por Santa Cruz de la Serós. Desde ellos, la vista del Pirineo, de la Peña Oroel tras la que se halla Jaca y del propio caserío de Santa Cruz, son realmente magníficas.
Las edificaciones conservadas, tan sólo una parte de las que existieron, son excelentes testimonios de las sucesivas formas artísticas en las diversas épocas en que este singular centro tuvo vida.
Tras destruirse a finales del siglo X el edificio original, fue refundado en el primer tercio del siglo XI por Sancho el Mayor de Navarra. En ese momento comenzó su época de esplendor, promovida por los primeros reyes aragoneses que dotaron al lugar de numerosos bienes, poder e influencia.
En su interior destacan la iglesia prerrománica, las pinturas de San Cosme y San Damián, del siglo XII; el denominado Panteón de Nobles, la iglesia superior, consagrada en 1094, y la capilla gótica de San Victorián. Además hay que reseñar otros edificios construidos en siglos posteriores, como el Panteón Real, de estilo neoclásico, erigido en el último tercio del siglo XVIII.
Dos kilómetros más arriba está el monasterio nuevo, ha sido sometido a una profunda restauración para convertirlo en hospedería y espacio museístico.
Historia y Leyenda
Tras la entrada de Tarik en España y derrotado en 711 don Rodrigo en Guadalete, el ejército islámico avanzó con rapidez por la península ibérica. En el año 712, Acisclo, obispo de Huesca huyó de la misma ante el avance infiel, llevando consigo el Grial que San Lorenzo había hecho llegar a esa ciudad. Se refugió en una cueva-santuario en Yebra de Basa.
Y como él, muchos cristianos buscaron refugio en cuevas, permaneciendo bastantes de las mismas con santuarios rupestres hasta la actualidad.
¿Por qué San Juan de la Peña, una más entre las nombradas, llegó a ser lugar preferente en la consolidación del reino de Aragón?
Aquí es donde interviene la tradición o la leyenda. Se cuenta que a principios del siglo VIII, un noble joven de Zaragoza llamado Voto persiguiendo un ciervo cayó con su caballo por el acantilado de la sierra de la Peña. Habiéndose encomendado en su caída a San Juan, se posó el caballo con suavidad en una roca donde dejó sus cascos marcados. A partir de ese lugar siguió una senda que le condujo a la cueva en la que yacía el cuerpo del eremita Juan de Atarés. Su cabeza reposaba en una piedra en la que había la siguiente inscripción: «Ego Ioannes. Primus. In hoc loco, heremita, qui ab amorem Dei, hac ecclesiam fabricavi, in honorem sancti Ioannis Baptiste. Hic, requiesco, Amen«.
Volvió a Zaragoza y convenció con su relato a su hermano Félix para vender sus bienes, hacer limosna y luego retirarse como eremitas a la cueva de San Juan.
Ambos murieron allí y fueron sepultados junto al beato Juan de Atarés. Tras ellos, otros anacoretas mantuvieron habitado el lugar: Marcelo y Benedicto, entre otros. Hacia el año 858 García Jiménez, rey de Pamplona y Galindo II conde de Aragón favorecieron al pequeño eremitorio, haciéndose enterrar allí el rey pamplonés.
Pese a referencias algo nebulosas que hablan de cierta actividad en torno a San Juan de la Peña durante la novena centuria, lo cierto es que hay que esperar a principios del siglo X (año 920) para encontrar las primeras noticias documentales que hablan de una primigenia consagración del cenobio pinatense, convirtiéndose desde entonces en uno de los centros monásticos de referencia para los reyes navarros y aragoneses.
Abandonado probablemente durante los últimos años del siglo X, es durante la tercera década del XI cuando, bajo el reinado de Sancho el Mayor de Navarra, el monasterio es de nuevo revitalizado con la introducción de la regla benedictina, siendo también ampliado en sus equipamientos. Sin embargo, uno de los momentos claves en el devenir histórico del cenobio pinatense es 1071, fecha en que el monarca Sancho Ramírez, amén de ampliar el monasterio con la erección de un segundo nivel, introduce por primera vez en la Península Ibérica el rito romano en perjuicio de la liturgia hispano visigoda hasta entonces imperante.
De este modo, el Monasterio de San Juan de la Peña se convirtió desde los años finales del siglo XI y durante todo el XII en una de las plazas de referencia para la monarquía aragonesa, desempeñando incluso la función de panteón real.
A partir de finales del siglo XII y sobre todo durante todo el XIII, el cenobio iniciaría un lento proceso de decadencia, justificado principalmente porque con las conquistas y el avance cristiano hacia el sur, el foco de influencia y de poder político se desplazó desde el abrupto Pirineo hacia el área del valle del Ebro, siendo por consiguiente cenobios como Veruela, Poblet, Rueda o Piedra los que pasarían a convertirse en los predilectos de los monarcas.
Así pues, toda la Baja Edad Media será para San Juan de la Peña un periodo de largo ostracismo, sobreviviendo y manteniéndose viva la comunidad monacal en condiciones de extrema humildad hasta que, en 1675, el más devastador incendio de cuantos consta que asolaron el monasterio, motivó el traslado de la comunidad a un nuevo cenobio barroco levantado unos cientos de metros más arriba, concretamente en la llamada Pradera de San Indalecio.
Tras la invasión francesa y, sobre todo, tras la Desamortización, ambos monasterios quedarían abandonados, siendo posteriormente declarados Monumento Nacional en 1923 y 1889 respectivamente, procediéndose a su restauración y adecuación para el turismo, existiendo en la actualidad un centro de interpretación, una hospedería e incluso un pequeño museo.
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